Continuaba un día más la aventura de nuestro hidalgo caballero Don Quijote y su fiel escudero. Marchaban tranquilamente por un amplio sendero cuando nuestro caballero se detiene. "Tengo sed", dijo certero. Y bajándose de su caballo, puso pies en tierra. Casualmente había una fuentecilla donde pudo beber agua. Mientras se refrescaba, Sancho Panza lanzó un alarido de terror que hizo a Don Quijote expulsar todo el líquido por la nariz.
- ¡Mi señor, unos hombres con pinta de muertos vienen hacia aquí! ¡Dios bendito, vaya pintas que me llevan, si a uno se le sale un ojo!
Don Quijote se subió al quicio de la fuente para otear mejor.
- ¿Qué bramas, amigo Sancho? ¿Acaso no ves que lo que tú llamas muertos no son más que molinos de viento?
- ¡El olor que llega hasta aquí no lo desprenden mil molinos! ¿No oleis, mi señor, la peste a putrefacción?
Don Quijote abrió bien sus fosas nasales y aspiró el olor que provenía de aquello que ambos miraban.
- Es cierto que algo apesta, querido escudero. Deberíamos acercarnos e intentar descubrir qué es.
- Yo no me acerco, señor, esos seres que vienen van a querer matarnos y más vale poner pies en polvorosa ahora que todavía están lejos- dijo Sancho mientras daba media vuelta a su mula.
- Muy bien, Sancho, como gustes. Tú esperame aquí mientras voy a comprobar lo que ocurre.
Y así nuestro hidalgo caballero se acercó a indagar. Mas cuál sería su sorpresa al llegar y ver que lo que creía molinos eran, en realidad, una horda de zombis con mucha hambre.
Por suerte reaccionó a tiempo y pudo sacar su lanza justo antes de que uno se le abalanzara encima para sorberle los sesos. Don Quijote arremetió contra el ser con tanta fuerza que lo lanzó contra sus cómplices, tumbando así a cuatro de un golpe.
Los seres, que se acercaban en un grupo de diez o doce, caminaban con mucha dificultad, arrastrando piernas, con dedos de menos, ropas destrozadas y, efectivamente, oliendo a podrido.
Don Quijote, valeroso caballero donde los haya, echó a correr hacia su caballo. Pero no creáis, queridos lectores, que huyó de miedo. Agarró la saca que llevaba colgada Rocinante y la abrió. Y, para sorpresa de Sancho Panza, nuestro hidalgo sacó un rifle, se cercioró de que estuviera cargado y, sin pensarlo dos veces, empezó a disparar a bocajarro contra los muertos vivientes, que estaban ya muy cerca.
Y así acometió a los extraños seres, ante la atenta mirada de su escudero, que no pudo cerrar la boca del asombro y acabó tragándose una mosca.
Vale.
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